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GOTICO

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jueves, marzo 29, 2007

EL VAMPIRO //CUENTO HORROR GOTICO

El vampiro

1819

John William Polidori

(1795-1821)



Sucedió que en medio de las disipaciones de un invierno londinense, apareció en las diversas fiestas de los líderes de la ciudad un noble, más destacado por sus singularidades que por su categoría. Miraba larga y fijamente el alborozo a su alrededor, como si no pudiese participar de aquello. Al parecer, solamente la risa ligera de la fiesta llamaba su atención, como si él pudiera quizá con una mirada sofocarlas, y arrojar miedo a esos pechos donde reinaba la irreflexión. Aquéllos que sentían esta sensación de sobrecogimiento no podían explicar de dónde surgía: algunos lo atribuían a la muerta mirada gris que, fijándose sobre el semblante del sujeto, no parecía penetrar y en una mirada horadar hasta los funcionamientos internos del corazón, sino que caía sobre la mejilla con un rayo de plomo que pesaba sobre la piel, que no podía traspasar. Sus peculiaridades hicieron que fuera invitado a todas las casas; todo el mundo deseaba verlo, y aquellos que habían estado acostumbrados a la excitación violenta y ahora sentían el peso del hastío, estaban felices de tener algo en su presencia capaz de captar su atención. A pesar del color mortal de su rostro —que nunca adquirió un tinte más cálido, ni por el rubor de la modestia, ni por la fuerte emoción de la pasión, aunque su forma y contorno eran hermosos—, muchas cazadoras de notoriedad intentaron ganar sus atenciones, y lograr, por lo menos, algunas huellas de lo que ellas podrían calificar de afecto.

Lady Mercer, que había sido la burla de cada monstruo presentado en los salones desde su matrimonio, se interpuso en su camino, y sólo le faltó ponerse el ropaje de un charlatán de feria para atraer su atención. Aunque en vano: cuando se paraba ante él, si bien sus ojos estaban aparentemente fijos en los de ella, aun así parecía como si no los percibiera; incluso su desvergonzado descaro fue frustrado, y ella abandonó el campo. Pero aunque la adúltera corriente no podía influir ni siquiera en la dirección de su mirada, no era que el sexo femenino le fuera indiferente: pero tal fue la evidente precaución con la que habló a la esposa virtuosa y a la inocente hija, que pocos supieron que jamás se hubiese dirigido a las mujeres. Él tenía, sin embargo, la reputación de una labia encantadora; y ya sea que fuera eso lo que superó inclusive el pavor de su singular carácter, o que fuesen conmovidas por su aparente odio al vicio, él estaba con la misma frecuencia tanto entre el tipo de mujeres que constituyen la jactancia de su sexo a partir de sus virtudes domésticas, como entre las que lo mancillan con sus vicios.

Aproximadamente al mismo tiempo, vino a Londres un joven caballero de nombre Aubrey. Era un huérfano a quien, junto con su única hermana, sus padres dejaron en la posesión de una gran fortuna, cuando fallecieron mientras él estaba todavía en plena infancia. También abandonado a sí mismo por sus tutores, que pensaban que sus obligaciones se reducían simplemente a cuidar su patrimonio, mientras que resignaban la más importante responsabilidad de su mente al cuidado de subalternos mercenarios, cultivó más su imaginación que su juicio. Tenía, por lo tanto, ese elevado sentimiento romántico de honor y franqueza, que diariamente arruina a tantos aprendices de sombrereros de damas. Creía que todos simpatizaban con la virtud, y pensaba que el vicio fue arrojado por la Providencia simplemente por el efecto pintoresco de la escena, como se ve en los romances: pensaba que la miseria de una casita de campo solamente consistía en la ropa de cama y cortinados, tan cálidos, pero que estaban mejor adaptados al ojo del pintor por sus pliegues irregulares y variados remiendos de colores. Pensaba, en fin, que los sueños de los poetas eran las realidades de la existencia. Era apuesto, franco y rico: por estas razones, al ingresar a los círculos alegres, muchas madres lo rodearon, competencia que debería describir con mínima veracidad a sus lánguidas o vivaces favoritas: las hijas, al mismo tiempo, con sus brillantes semblantes cuando él se aproximaba, y con sus ojos chispeantes cuando despegaba los labios, pronto lo llevaron a falsas nociones sobre sus propios talentos y méritos. Aferrado como estaba al idilio de sus horas solitarias, se sobresaltó al descubrir que excepto en las velas de sebo y cera que parpadeaban, no por la presencia de un fantasma, sino por la necesidad de despabilamiento, no había fundamento en la vida real para ninguno de esos montones de agradables representaciones y descripciones contenidas en los volúmenes con los cuales había formado sus estudios. Encontrando, sin embargo, alguna compensación en su vanidad halagada, estuvo a punto de renunciar a sus sueños, cuando el extraordinario ser antes descripto se cruzó en su camino.

Lo observó; y la misma imposibilidad de formarse una idea del carácter de un hombre enteramente absorto en sí mismo, que daba escasos otros signos de su percepción de objetos externos, más que la tácita aprobación de su existencia, implícita por el hecho de evitar su contacto; permitiendo que su imaginación representara cada cosa que favoreciera su propensión a ideas extravagantes, pronto transformó a este sujeto en un héroe de romance, y decidió observar al vástago de su fascinación, más que a la persona que tenía enfrente. Se informó sobre él, le brindó atenciones, y tanto se hizo notar, que siempre era reconocida su presencia. Gradualmente se dio cuenta de que los asuntos de Lord Ruthven eran embarazosos, y pronto descubrió, de las notas de aprestos de la calle “X”, que estaba a punto de viajar. Deseoso de lograr alguna información respecto a este singular personaje, quien hasta ese momento sólo había estimulado su curiosidad, dio a entender a sus tutores de que era tiempo de que se fuera de viaje, lo cual por muchas generaciones ha sido considerado como necesario para permitir dar algunos rápidos pasos en la carrera del vicio para posicionarse en pie de igualdad con los de más edad, y permitiéndoles no aparecer como caídos del cielo, cuandoquiera que se mencionen escandalosas intrigas como los temas de cortesía o de elogio, según el grado de habilidad mostrado en llevarlas. Consintieron: y Aubrey, mencionando inmediatamente sus intenciones a Lord Ruthven, se sorprendió al recibir de parte de él una propuesta de sumársele. Halagado por tal señal de estima de alguien que aparentemente no tenía nada en común con los otros hombres, aceptó complacido, y en pocos días cruzaron las aguas circundantes.

Hasta ese momento, Aubrey no había tenido ninguna oportunidad de estudiar el carácter de Lord Ruthven, y ahora se encontraba con que, aunque muchas más de sus acciones se exponían ante su vista, los resultados ofrecían diferentes conclusiones de los aparentes motivos de su conducta. Su compañero era profuso en su prodigalidad; el holgazán, el vagabundo y el mendigo recibían de su mano más que suficiente para aliviar sus necesidades inmediatas. Pero Aubrey no podía evitar observar que no era con los virtuosos, reducidos a la indigencia por las desgracias a pesar de su virtud, que él otorgaba sus limosnas; éstos eran despedidos de la puerta con desdén apenas contenido; pero cuando el disoluto venía a pedir algo, no para aliviar sus necesidades, sino para permitirle revolcarse en su lujuria, para hundirse todavía más en su iniquidad, se lo despedía con abundantes dádivas. Esto era, sin embargo, atribuido por él al mayor descaro de los viciosos, quienes generalmente prevalecían sobre la retraída timidez del indigente virtuoso. Existía una circunstancia sobre la caridad de su Señoría que estaba todavía más impresa en su mente: todos aquellos a los que se les confería algo, inevitablemente se encontraban con una maldición sobre ellos, ya que eran todos conducidos al cadalso o sumergidos a la más baja y abyecta miseria. En Bruselas y otras ciudades por las cuales pasaron, Aubrey estaba sorprendido por el evidente entusiasmo con el que su compañero buscaba los centros de todos los vicios de moda; se imbuía de todo el espíritu de la mesa de faraón[1]: apostaba y siempre se arriesgaba con éxito, excepto donde su antagonista era un tramposo conocido, y entonces perdía más aún de lo que ganaba; pero era siempre con el mismo imperturbable rostro con el cual generalmente observaba la sociedad a su alrededor. No era así, sin embargo, cuando se encontraba con el novato de juvenil precipitación, o el padre sin suerte de una numerosa familia; entonces su mismo deseo parecía la ley del destino. Su aparente abstracción mental era dejada de lado, y sus ojos centelleaban con más fuego que el de un gato jugando con un ratón moribundo. En cada ciudad, dejaba al antes acomodado joven arrancado del círculo que ornaba, maldiciendo, en la soledad de un calabozo, el destino que lo había llevado al alcance de este demonio; mientras más de un padre se sentaba desesperado, entre la elocuente mirada de mudos hijos hambrientos, sin un simple cuarto de penique de su extinta inmensa fortuna, con el cual comprar aunque sea lo suficiente para satisfacer sus urgencias presentes. Y sin embargo no tomaba dinero de la mesa de juego, sino que perdía inmediatamente, para la ruina de muchos, el último florín que había arrebatado hacía un momento del manoteo convulsivo del inocente: esto podía ser nada más que el resultado de cierto grado de conocimiento, el cual no era, sin embargo, capaz de combatir la astucia de los más experimentados. Aubrey a menudo deseaba plantearle esto a su amigo, y rogarle que renunciara a esa caridad y placer que probaron ser la ruina de todos, y que no tendía a su propio beneficio. Pero se demoraba, ya que cada día esperaba que su amigo le diera alguna oportunidad de hablar franca y abiertamente con él; no obstante, esto nunca ocurría.

Lord Ruthven, en su carruaje y entre las variadas y ricas escenas silvestres de la naturaleza, era siempre el mismo: sus ojos decían menos que sus labios; y aunque Aubrey estaba cerca del objeto de su curiosidad, no obtenía más gratificación de él que la constante excitación de desear vanamente romper ese misterio, el que para su exaltada imaginación comenzó a cobrar la apariencia de algo sobrenatural.

Pronto llegaron a Roma, y Aubrey perdió de vista a su compañero por un tiempo. Lo dejó en diaria atención al círculo matutino de una condesa italiana, mientras que él fue en busca de monumentos de otra casi desierta ciudad. Mientras así estaba ocupado, llegaron cartas de Inglaterra, las cuales abrió con entusiasta impaciencia. La primera era de su hermana, exhalando nada más que cariño; las otras eran de sus tutores, las que lo dejaron pasmado. Si alguna vez había entrado en su imaginación que existía un poder maligno residente en su compañero, éstas parecían darle suficiente razón para tal creencia. Sus tutores insistían sobre su inmediata separación de su amigo, y acentuaban que su carácter era espantosamente vicioso, ya que la posesión de poderes de seducción irresistibles hacía que sus hábitos licenciosos fueran más peligrosos para la sociedad. Se había descubierto que su desdén por la adúltera no se había originado en el odio hacia el carácter de la mujer, sino que él había requerido, para aumentar su gratificación, que su víctima, la compañera de su culpa, debía ser lanzada del pináculo de impoluta virtud, hasta el más bajo abismo de infamia y degradación: en fin, que todas esas mujeres que había buscado aparentemente debido a su virtud, desde su partida habían arrojado hasta las máscaras, y no habían tenido escrúpulos en exponer toda la deformidad de sus vicios a la mirada pública.

Aubrey se decidió a dejar a alguien cuyo carácter todavía no había mostrado un solo punto brillante sobre el que descansar la vista. Resolvió inventar algún pretexto plausible para abandonarlo completamente, intentando, mientras tanto, observarlo de cerca, sin dejar que la más ligera circunstancia pasara desapercibida. Se sumó al mismo círculo, y pronto se dio cuenta de que su Señoría estaba intentando por todos los medios trabajar sobre la inexperiencia de la hija de la dama cuya casa él principalmente frecuentaba. En Italia es raro que se encuentre a una mujer soltera en sociedad. Estaba, por lo tanto, obligado a llevar sus planes en secreto, pero la vista de Aubrey lo seguía en todos sus rodeos, y pronto descubrió que se había arreglado una cita, que muy probablemente terminaría en la ruina de una inocente, aunque irreflexiva muchacha. Sin perder tiempo, ingresó al departamento de Lord Ruthven y abruptamente le preguntó sobre sus intenciones con respecto a la dama, informándole al mismo tiempo que estaba al tanto de que iba a encontrarse con ella esa misma noche. Lord Ruthven respondió que sus intenciones eran las que tendría cualquiera en tal ocasión, y al ser presionado sobre si tenía intenciones de casarse con ella, simplemente se rió. Aubrey se retiró, y escribiendo inmediatamente una nota para decir que a partir de ese momento se veía obligado a declinar acompañar a su Señoría en lo que restaba de su propuesto viaje, ordenó a su sirviente que buscara otros departamentos, y visitando a la madre de la dama, le informó todo lo que sabía, no sólo con relación a su hija, sino también en lo concerniente al carácter de su Señoría. La cita fue impedida. Al día siguiente Lord Ruthven sencillamente envió a su sirviente para notificar su completa conformidad con una separación, pero no insinuó la menor sospecha de que sus planes habían sido frustrados por la interposición de Aubrey.

Habiendo abandonado Roma, Aubrey dirigió sus pasos hacia Grecia, y cruzando la península, pronto se encontró en Atenas. Fijó entonces su residencia en la casa de un griego, y sin demora se ocupó en investigar los descoloridos documentos de antigua gloria sobre monumentos, que aparentemente avergonzados de registrar hechos de hombres libres solamente ante esclavos, se habían escondido bajo el protector suelo o bajo grandes cantidades de coloreados líquenes. Bajo el mismo techo que él existía un ser, tan hermoso y delicado, que podría haber sido el modelo de un pintor deseando representar en un lienzo al óleo la prometida esperanza del creyente en el paraíso de Mahoma, salvo que sus ojos eran demasiado francos como para que alguien pensara que ella podría pertenecer a los que no tuvieran alma. Cuando bailaba en la llanura o se deslizaba con paso grácil por la ladera de la montaña, se habría pensado en la gacela como un pobre prototipo de su belleza; porque quién habría de cambiar su mirada, evidentemente la mirada de la naturaleza animada, por esa lujosa y adormilada forma de mirar del animal, buena nada más que para el gusto de un sibarita. El ligero paso de Ianthe a menudo acompañaba a Aubrey en su búsqueda de antigüedades; generalmente la inconsciente muchacha, abstraída en la persecución de una mariposa Kashmere, mostraba la completa belleza de su forma, como flotando en el viento, a la ardiente vista de él, que olvidaba las cartas que recién había decifrado de una borrosa placa, en la contemplación de su figura de sílfide. A menudo sus cabellos caían, mientras ella revoloteaba en derredor, y exponían a los rayos del sol colores brillantes y efímeros tan delicadamente, que bien excusaban la falta de memoria del anticuario, que dejaba escapar de su mente el mismo objeto que él había pensado de vital importancia para una correcta interpretación de un pasaje en Pausanias. ¿Pero por qué intentar describir encantos que todos sienten, pero nadie puede apreciar? Era inocencia, juventud y belleza, no afectada por salones repletos de gente ni bailes agobiantes. Mientras él dibujaba los restos históricos de los cuales deseaba preservar un recuerdo para sus horas por venir, ella esperaba y observaba los mágicos efectos del lápiz al trazar las escenas del lugar donde había nacido. Ella entonces le describía la danza en rondas sobre la llanura abierta, pintaba para él en todos los radiantes colores de la memoria juvenil las pompas de bodas que recordaba haber visto en su infancia; y entonces, cambiando a temas que evidentemente habían causado una mayor impresión en su mente, le contaba todos los cuentos sobrenaturales de su niñera. Su seriedad y evidente convicción de lo que narraba excitaba incluso el interés de Aubrey, y a menudo mientras ella le contaba el cuento del vampiro viviente, que había pasado años entre sus amigos y sus más queridas relaciones, y cada año había forzado a prolongar su existencia por los meses siguientes alimentándose de la vida de una encantadora mujer, su sangre corría fría, mientras intentaba burlarse de tan vanas y horribles fantasías; pero más tarde le citaba los nombres de ancianos, que habían al fin detectado un viviente entre ellos mismos, después de que muchos de sus parientes cercanos y niños habían sido hallados marcados con el sello del apetito del demonio; y cuando lo vio tan incrédulo, le rogó que le creyera, ya que había sucedido, observó, que aquéllos que se habían atrevido a cuestionar su existencia, siempre recibían alguna prueba que los obligaba, con dolor y desgarro, a confesar que era cierto. Le detalló la apariencia tradicional de estos monstruos, y su horror se incrementó al escuchar una descripción bastante exacta de Lord Ruthven. Él, sin embargo, continuaba aún persuadiéndola de que no podía haber ningún fundamento en sus miedos, aunque al mismo tiempo se preguntaba sobre las muchas coincidencias que tendían a excitar una creencia en el poder sobrenatural de Lord Ruthven.

Aubrey comenzó a apegarse más y más a Ianthe. Su inocencia, tanto contrastaba con todas las virtudes afectadas de las mujeres entre las que había buscado su visión del romance, que ganó su corazón; y mientras ridiculizaba la idea de un joven de hábitos ingleses casándose con una muchacha griega sin educación, todavía se encontraba más y más apegado a la forma casi de hada que tenía ante sí. Se separaba a veces de ella y, formando un plan para alguna investigación de anticuario, partía, determinado a no volver hasta que su objetivo se lograra; pero siempre encontraba imposible fijar su atención en las ruinas a su alrededor, mientras en su mente retenía una imagen que parecía que ella sola era la legítima poseedora de sus pensamientos. Ianthe no era consciente de su amor, y era siempre el mismo ser infantil que había conocido. Ella siempre parecía separarse de él con renuencia, pero era porque no tenía a nadie más con quien pasar revista a sus obsesiones favoritas, mientras que su custodio estaba ocupado en bocetar o descubrir algún fragmento que a pesar de todo se había escapado de la destructiva mano del tiempo. Ella había recurrido a sus padres sobre el asunto de los vampiros, y ambos, con varios argumentos, afirmaban su existencia, pálidos de horror ante el propio nombre.

Poco después, Aubrey se decidió a proceder con una de sus excursiones, que lo iba a demorar por unas horas; cuando ellos escucharon el nombre del lugar, al mismo tiempo le rogaron que no regresara de noche, ya que necesariamente debería atravesar un bosque, donde ningún griego jamás se detenía después de que el día se había cerrado, bajo ninguna consideración. Lo describieron como el territorio de los vampiros en sus orgías nocturnas, y denunciaron la inminencia de los más poderosos demonios, que se lanzarían sobre cualquiera que se les cruzara en el camino. Aubrey tomó livianamente sus protestas, y trató de reírse de esas ideas, pero cuando los vio estremecerse por su temeridad al burlarse así de un poder superior, infernal, del propio nombre que evidentemente hacía que se les congelara la sangre, se llamó a silencio.

A la mañana siguiente Aubrey salió a su excursión solo. Se sorprendió al observar el melancólico rostro de su anfitrión, y se preocupó al descubrir que sus palabras, burlándose de la creencia en esos horribles seres demoníacos, les había inspirado tal terror. Cuando estaba a punto de partir, Ianthe se colocó al costado de su caballo, y de todo corazón le rogó que regresara antes de que la noche permitiera que el poder de estos seres se pusieran en acción. Él lo prometió. Estaba, no obstante, tan ocupado con su investigación, que no se dio cuenta que la luz del día pronto terminaría, y que en el horizonte se veía una de esas motas que, en los climas más cálidos, tan rápidamente se reúnen en una masa tremenda, y derraman toda su furia sobre el campo consagrado. Al fin, sin embargo, montó su caballo, decidido a compensar con velocidad su retraso, pero era demasiado tarde. El crepúsculo, en estos climas meridionales, es casi desconocido; inmediatamente el sol se pone, la noche comienza: y antes de que hubiera ido lejos, el poder de la tormenta estaba encima —sus truenos retumbantes tenían apenas un intervalo de descanso—; la densa lluvia forzaba su camino a través del colgante follaje, mientras el zigzagueante rayo azul parecía caer e irradiar a las mismísimas plantas de sus pies. De pronto su caballo se encabritó, y fue llevado con espantosa rapidez a través del enredado bosque. El animal, finalmente, se detuvo por la fatiga, y él descubrió, por el resplandor de los rayos, que estaba en las vecindades de una casucha que a duras penas se elevaba de las masas de hojas muertas y la maleza que la rodeaba. Desmontando, se acercó. Los truenos, por un momento callados, le permitieron escuchar los horrorosos chillidos de una mujer confundidos con la sofocada, exultante burla de una risa, continuadas en un casi ininterrumpido sonido. Estaba asustado; pero apremiado por el trueno que otra vez rodaba sobre su cabeza, con un súbito esfuerzo, forzó su entrada por la puerta de la choza. Se encontró en absoluta oscuridad. El sonido, sin embargo, lo guió. Aparentemente nadie lo percibió; ya que, aunque llamó, aun así los sonidos continuaron, y no se notó su presencia. Se encontró en contacto con alguien, a quien aferró inmediatamente, cuando una voz gritó, “¡Otra vez frustrado!”, a lo que sucedió una fuerte risa; y se sintió forcejeado por alguien cuya fuerza parecía sobrehumana. Dispuesto a vender cara su vida, luchó; pero fue en vano: fue levantado en vilo y arrojado con enorme fuerza contra el suelo. Su enemigo se tiró sobre él, y arrodillándose sobre su pecho, había puesto sus manos sobre su garganta, cuando el resplandor de varias antorchas penetrando por el orificio que iluminaba de día, lo distrajo. Se irguió instantáneamente, y dejando su presa, corrió a través de la puerta, y en un momento el estrépito de las ramas al irrumpir en el bosque ya no se oyó. La tormenta había amainado; y Aubrey, incapaz de moverse, fue pronto oído por quienes estaban afuera. Entraron; la luz de sus antorchas cayó sobre las paredes de barro y el techo de cañas cargado en cada brizna de paja con gruesas capas de hollín. Según el deseo de Aubrey, buscaron a la que lo había atraído con sus gritos. Otra vez lo dejaron a oscuras, pero cuál no fue su horror, cuando la luz de las antorchas se inflamó una vez más, al percibir sobre él la etérea forma de su bella directora transportada en un cuerpo sin vida. Cerró los ojos, esperando que fuera nada más que una visión emergiendo de su turbada imaginación, pero cuando los abrió, otra vez vio la misma forma extendida a su lado. No había ningún color sobre su mejilla, ni siquiera sobre sus labios, aunque se observaba un sosiego en su rostro que parecía casi tan fijado como la vida que alguna vez residiera allí. Sobre su cuello y pecho había sangre, y sobre su garganta estaban las marcas de los dientes que habían abierto la vena. Hacia allí señalaron los hombres, gritando, simultáneamente impresionados de horror, “¡Un vampiro!, ¡Un vampiro!”. Rápidamente se improvisó una litera, y Aubrey fue acostado al lado de quien últimamente había sido para él el objeto de tantas brillantes visiones de hadas, ahora caída con la flor de la vida que había muerto dentro de ella. No sabía cuáles eran sus pensamientos –su mente estaba embotada y parecía rehuir la reflexión, y tomar refugio en el vacío-. Llevaba en su mano casi inconscientemente una daga desnuda de una particular construcción, la cual había sido hallada en la choza. Pronto los encontraron otras partidas que habían sido asignadas a la búsqueda de aquélla a quien su madre había echado de menos. Sus lastimeros gritos, al aproximarse a la ciudad, advirtieron a sus padres de alguna espantosa catástrofe.

Describir su pena sería imposible, pero cuando averiguaron la causa de la muerte de su pequeña, miraron a Aubrey y señalaron al cadáver. Estaban desconsolados; ambos murieron abrumados de dolor.


Al ser llevado a la cama, Aubrey fue cogido por una violentísima fiebre, y deliraba seguido. En estos intervalos pedía por Lord Ruthven y por Ianthe; por alguna incomprensible combinación parecía rogar a su antiguo compañero que tuviera piedad del ser que él amaba. En otros momentos imprecaba juramentos sobre su cabeza, y lo maldecía como el destructor de la joven. Lord Ruthven, que por casualidad en ese momento llegaba a Atenas, y por el motivo que fuera, al enterarse del estado de Aubrey se instaló inmediatamente en la misma casa, y se convirtió en su asistente permanente. Cuando este último se recuperó de su delirio, estaba horrorizado y sobresaltado a la vista de aquél cuya imagen había ahora relacionado con la de un vampiro. Pero Lord Ruthven, con sus amables palabras, insinuando casi arrepentimiento por los yerros que había causado su separación, y todavía más por medio de la atención, ansiedad y cuidado que mostró, pronto lo hizo reconciliarse con su presencia.

Su Señoría parecía bastante cambiado. Ya no aparecía como ese apático ser que tanto había asombrado a Aubrey, pero tan pronto como su convalecencia empezó a ser rápida, otra vez gradualmente se retiró al mismo estado mental, y Aubrey no percibió diferencia del antiguo hombre, excepto que a veces lo sorprendía al encontrar su mirada fijada atentamente sobre él, con una sonrisa de maliciosa exultación jugueteando sobre sus labios: no sabía por qué, pero esta sonrisa lo angustiaba. Durante el último estadio de la recuperación del inválido, Lord Ruthven estaba aparentemente ocupado en observar las olas sin mareas, elevadas por la refrescante brisa, o en marcar el progreso de aquellos astros, orbitando, como nuestro mundo, alrededor del inmóvil sol. Ciertamente, parecía desear evitar los ojos de todos.

La mente de Aubrey, debido al shock, estaba debilitada, y esa elasticidad de espíritu que alguna vez lo había distinguido tanto, ahora parecía haber huido para siempre. Era ahora tan amante de la soledad y el silencio como Lord Ruthven, pero por mucho que deseara la soledad, su mente no podía encontrarla en los alrededores de Atenas; si la buscaba entre las ruinas que había anteriormente frecuentado, la forma de Ianthe se paraba a su lado… si la buscaba en los bosques, el suave paso de ella surgía vagando entre el sotobosque, en busca de la más modesta violeta; entonces volviéndose de pronto, mostraba a su enloquecida imaginación, su pálido rostro y su garganta herida, con una mansa sonrisa en los labios. Se decidió a ahuyentar esas escenas, cada rasgo de las cuales creaba tan amargas asociaciones en su mente. Propuso a Lord Ruthven, a quien se mantenía comprometido debido al afectuoso cuidado que había tenido durante su enfermedad, que visitaran aquellas partes de Grecia que ninguno de los dos había visto todavía.

Viajaron en todas direcciones, y buscaron cada lugar al que se le podía ligar un recuerdo; pero aunque se movían así con rapidez de un lugar a otro, sin embargo parecían no prestar atención a lo que contemplaban. Oyeron mucho sobre bandoleros, pero gradualmente comenzaron a desatender estos informes, que imaginaban eran solamente la invención de individuos cuyo interés era excitar la generosidad de quienes defendían de supuestos peligros. A consecuencia de esto, desatendiendo el aviso de los habitantes, en una ocasión viajaron con solamente unos pocos guardias, más para servir de guías que como defensa. Al entrar, sin embargo, a un estrecho desfiladero, en cuyo fondo estaba el lecho de una violenta corriente, con grandes masas de rocas caídas desde los precipicios vecinos, tuvieron razón de arrepentirse de su negligencia, ya que apenas estuvo el total de la partida enfrascada en el angosto pasaje, cuando fueron sorprendidos por silbantes balas rozando sus cabezas, y por las resonantes detonaciones de varias armas. En un instante sus guardias los habían dejado, y ubicándose detrás de piedras, habían comenzado a disparar en la dirección desde donde venían las detonaciones. Lord Ruthven y Aubrey, imitando su ejemplo, se retiraron un momento al abrigo de un recodo del desfiladero. Pero avergonzados de ser de esta manera detenidos por un enemigo, que con insultantes gritos los incitaba a avanzar, y estando expuestos a una matanza sin resistencia si alguno de los bandidos subía por sobre ellos y los tomaba por la retaguardia, se decidieron de inmediato a precipitarse en busca del enemigo. Apenas habían perdido el resguardo de la roca, cuando Lord Ruthven recibió un disparo en el hombro que lo tiró al suelo. Aubrey se apresuró a asistirlo, y no atendiendo más el combate o a su propio riesgo, pronto se sorprendió al ver las caras de los atracadores a su alrededor —siendo que sus guardias, al ser herido Lord Ruthven, inmediatamente habían arrojado sus armas y se habían rendido—.

Por medio de promesas de grandes recompensas, Aubrey pronto los indujo a transportar a su amigo herido a una cabaña cercana, y habiendo acordado un rescate, ya no lo molestaron con sus presencias —al estar ellos satisfechos simplemente con custodiar la entrada hasta que su camarada regresase con la suma prometida, para la cual tenía una orden—.

La fuerza de Lord Ruthven menguó rápidamente, en dos días toda vitalidad lo abandonó, y la muerte parecía avanzar a pasos presurosos. Su conducta y aspecto no habían cambiado; parecía tan inconsciente del dolor como lo había estado de las cosas a su alrededor, pero hacia el fin de la última tarde, su mente se tornó aparentemente conturbada, y su mirada a menudo se fijaba sobre Aubrey, quien fue alentado a ofrecer su asistencia con vehemencia mayor de lo normal.

—¡Ayúdame! Tú quizás puedas salvarme… tal vez puedas hacer más que eso… no me refiero a mi vida, tengo tan poco cuidado de la muerte como del día que pasa, pero posiblemente tú puedas salvar mi honor, el honor de tu amigo.

—¿Cómo? Dime cómo. Haría cualquier cosa —respondió Aubrey.

—Necesito muy poco… mi vida decae aprisa… no puedo explicarlo todo… pero si pudieses encubrir todo lo que sabes sobre mí, estuviera mi honor libre de mancha en boca de la gente… y si mi muerte fuese ignorada por algún tiempo en Inglaterra… yo… yo… simplemente viviría.

—No se sabrá.

—¡Júralo! —gritó el hombre agonizante, irguiéndose con exultante violencia—. Júralo por todo lo que tu alma reverencia, por todo lo que tu naturaleza teme, jura eso, por un año y un día no darás a conocer lo que sabes de mis crímenes o muerte a ningún ser viviente de ninguna manera, pase lo que pase, o veas lo que veas.

Sus ojos parecían proyectarse de sus órbitas:

—¡Lo juro! —dijo Aubrey; él se hundió riéndose sobre su almohada, y ya no respiró.

Aubrey se retiro a descansar, pero no durmió. Las muchas circunstancias con relación a su amistad con este hombre se alzaron en su mente, y no sabía por qué, cuando recordaba su juramento, un frío estremecimiento lo envolvía, como de un presentimiento de algo horrible aguardándolo. Levantándose temprano en la mañana, estaba por entrar a la casucha en la que había dejado el cadáver, cuando un atracador salió a su encuentro y le informó que ya no estaba allí, habiendo sido transportado por él y sus camaradas, cuando se retiró, al pináculo de un monte cercano, de acuerdo a la promesa que había dado a su Señoría, de que debería ser expuesto al primer helado rayo de la luna que saliera después de su muerte. Aubrey, pasmado, y llevando a varios de los hombres, se decidió a ir y enterrarlo en el mismo lugar donde yaciera. Pero cuando había escalado hasta la cima no halló rastro ni del cadáver ni de las ropas, aunque los ladrones juraron que señalaron la misma roca en la que habían extendido el cuerpo. Por un momento su mente estuvo aturdida de conjeturas, pero al fin volvió, convencido de que ellos habían enterrado el cadáver con el objeto de quedarse con las ropas.

Harto de un país en el que se había encontrado con tan terribles calamidades, y en el que todo aparentemente conspiraba para intensificar esa supersticiosa melancolía que había aprisionado su mente, resolvió abandonarlo, y pronto llegó a Esmirna. Mientras esperaba un barco que lo condujera a Otranto, o a Nápoles, se ocupó en ordenar los efectos que llevaba consigo pertenecientes a Lord Ruthven. Entre otras cosas había una caja conteniendo varias armas ofensivas, más o menos adecuadas para asegurar la muerte de la víctima. Había varias dagas y yataganes[2]. Mientras las daba vuelta y examinaba sus curiosas formas, cuál no fue su sorpresa al encontrar una vaina aparentemente ornamentada en el mismo estilo que la daga descubierta en la choza fatal. Se estremeció. Apresurándose a lograr nuevas pruebas, encontró el arma, y su horror sólo puede ser imaginado cuando descubrió que, aunque peculiarmente configurada, ésta calzaba en la vaina que sostenía en su mano. Sus ojos no parecían necesitar más certeza, su mirada parecía estar enlazada a la daga, y aun así él deseaba no creer; pero la particular forma, los mismos diversos matices sobre el mango y la vaina eran de semejante brillo en ambos, y no dejaban lugar a la duda. También había gotas de sangre en cada una de ellas.

Abandonó Esmirna, y de camino a su hogar, en Roma, sus primeras averiguaciones fueron concernientes a la dama que había intentado arrebatar a las seductoras artes de Lord Ruthven. Sus padres estaban en necesidad, su fortuna arruinada, y de ella no se sabía nada desde la partida de su Señoría. La mente de Aubrey estaba a punto de quebrarse bajo tan repetidos horrores; temía que esta dama hubiese caído víctima del destructor de Ianthe. Se puso sombrío y taciturno, y su única ocupación consistió en acicatear la velocidad de los postillones, como si fuera a salvar la vida de un ser querido.

Llegó a Calais. Una brisa, que parecía obediente a su voluntad, pronto lo llevó volando a las costas inglesas, y se apresuró a ir a la mansión de sus padres, y allí, por un momento pareció perderse, en los abrazos y caricias de su hermana, toda memoria del pasado. Si ella antes, con sus mimos infantiles, había ganado su afecto, ahora que la mujer comenzaba a aparecer, estaba todavía más ligada como compañera.

La señorita Aubrey no tenía esa encantadora gracia que atrae la mirada y aplauso de los auditorios de salón. No había nada de ese etéreo fulgor que sólo existe en la ardorosa atmósfera de una aposento abarrotado. Sus azules ojos nunca estaban encendidos por la levedad de la mente subyacente. Había un encanto melancólico en ellos que no parecía provenir de la desdicha, sino de algún sentimiento interior, que parecía indicar un alma consciente de un mundo más vívido. Su paso no era esa pisada ligera, que vaga dondequiera que una mariposa o un color pudiera atraerle… era sosegado y caviloso. Cuando se hallaba sola, su rostro nunca estaba iluminado por la sonrisa del alborozo; pero cuando su hermano le insinuaba su afecto, y olvidaba en su presencia esas aflicciones que ella sabía destruían su descanso, ¿quién habría trocado su sonrisa por la de la voluptuosa? Parecía como si esos ojos, ese rostro, estuvieran entonces jugando a la luz de su propio ámbito natural.

Sólo tenía dieciocho años, y no había sido presentada en sociedad, ya que sus tutores habían considerado más adecuado que su presentación se demorara hasta el regreso de su hermano del continente, cuando pudiera convertirse en su protector. Estaba resuelto ahora, por lo tanto, que la próxima reunión social, que se aproximaba rápidamente, debía ser el momento de hacer su entrada en la “escena ajetreada”. Aubrey hubiera preferido permanecer en la mansión de sus padres y nutrirse de la melancolía que lo doblegaba. No podía sostener el interés sobre frivolidades o extranjeros de moda, cuando su mente había estado tan desgarrada por los eventos de los que había sido testigo, pero se determinó a sacrificar su propia comodidad por la protección de su hermana. Pronto llegaron a la ciudad y se prepararon para el día siguiente, el cual había sido anunciado como el de la fiesta.

El gentío era excesivo. No se había llevado a cabo una reunión de ese tipo por mucho tiempo, y todos los que estaban ansiosos por gozar del calor de la sonrisa de la realeza, se apresuraban hacia allá. Aubrey estaba allí con su hermana. Mientras permanecía de pie en un rincón, solo, sin prestar atención a su alrededor, ocupado en el recuerdo de que la primera vez que había visto a Lord Ruthven fue en ese mismo lugar, se sintió repentinamente tomado del brazo, y una voz que conocía muy bien, sonó en su oído.

—Recuerda tu juramento.

Apenas tuvo el coraje de darse vuelta, temeroso de ver un espectro que lo hiciera estallar, cuando percibió a poca distancia la misma figura que había llamado su atención en este sitio en su primera entrada en sociedad. Miró hasta que sus extremidades, casi negándose a soportar su peso, lo obligaron a tomar el brazo de un amigo, y abriéndose paso entre la gente, se lanzó dentro de su carruaje, y fue llevado a su hogar. Recorría la habitación con presurosos pasos, y sujetaba las manos sobre la cabeza, como si temiera que sus pensamientos estuvieran reventando en su cerebro. Lord Ruthven otra vez frente a él… las circunstancias empezaron en pavoroso despliegue… la daga… su juramento. Se exasperó, no podía creerlo posible —¡resucitar los muertos!— Pensó que su imaginación había evocado la imagen, su entendimiento estaba dependiendo de eso. Era imposible que fuera real. Se decidió, por lo tanto, a ingresar de nuevo en sociedad, ya que aunque intentó preguntar lo concerniente a Lord Ruthven, el nombre se suspendía en sus labios, y no lograba tener éxito en conseguir información. Concurrió unas pocas noches más tarde con su hermana a la reunión de un pariente cercano. Dejándola bajo la protección de una matrona, se retiró a un escondrijo y allí se abandonó a sus propios voraces pensamientos. Advirtiendo, al fin, que muchos estaban partiendo, se animó, y entrando en otro cuarto, encontró a su hermana rodeada de varios asistentes, aparentemente en animada conversación. Intentó pasar y colocarse cerca de ella, cuando uno, a quien pidió que se corriera, se volteó, y le reveló aquellos rasgos que más aborrecía. Saltó hacia delante, tomó el brazo de su hermana, y a paso vivo la impulsó hacia la calle: en la puerta se encontró bloqueado por la multitud de sirvientes que estaban aguardando a sus amos, y mientras estaba dedicado a esquivarlos, oyó otra vez esa voz susurrar cerca de él:

—¡Recuerda tu juramento!

No se atrevió a voltearse, pero, apresurando a su hermana, pronto llegó a su residencia.

Aubrey se volvió casi enajenado. Si antes su mente había estado concentrada en un asunto, cuánto más completamente enfrascada estaba ahora, cuando la certeza de la vida del monstruo de nuevo presionaba sobre sus pensamientos. Las atenciones de su hermana ahora eran despreciadas, y fue en vano que ella lo conminara a explicarle qué había causado su repentina conducta. Él sólo articulaba unas pocas palabras, y ellas la aterrorizaban. Él, cuanto más pensaba, más perplejo estaba. Su juramento lo sobresaltaba; ¿iba entonces a permitir deambular a este monstruo, cargando la ruina en su aliento, entre todos a quienes quería, y no impedir su avance? Su propia hermana podría haber sido tentada por él. Pero incluso si él quebrara su promesa, y revelara sus sospechas, ¿quién le creería? Pensó en emplear su propia mano para liberar al mundo de tal miserable, pero la muerte, recordó, ya había sido burlada. Durante días permaneció en este estado. Encerrado en su cuarto, no veía a nadie, y comía solamente cuando venía su hermana, quien, con ojos empapados de lágrimas, le suplicaba, por ella, que no desafiara a la naturaleza. Finalmente, ya no más capaz de soportar la quietud y la soledad, abandonó su casa, vagó de calle en calle, ansioso de disipar esa imagen que lo perseguía. Su atuendo se volvió descuidado, y deambulaba, expuesto por igual al sol del mediodía como a la humedad de la medianoche. Ya no lo reconocían. Al principio volvía a su casa con la noche, pero al final se tumbaba a descansar dondequiera que la fatiga lo alcanzara. Su hermana, ansiosa por su seguridad, empleó personas para que lo siguieran, pero pronto las dejaba atrás; él huía de un perseguidor más veloz que cualquier otro… huía de su pensamiento.

Su conducta, sin embargo, de pronto cambió. Golpeado por la idea de que dejaba con su ausencia al total de sus amigos con un demonio entre ellos, de cuya presencia eran inconscientes, se decidió a entrar de nuevo en sociedad, y observarlo de cerca, ansioso por alertar, a despecho de su juramento, a todo a quien Lord Ruthven se allegase con intimidad. Pero cuando ingresaba a una habitación, su demacrado y sospechoso aspecto físico era tan impactante, sus estremecimientos internos tan visibles, que su hermana se vio al fin obligada a rogarle que se abstuviera de pretender, por ella, a una sociedad que lo afectaba tan fuertemente. Cuando, sin embargo, las reconvenciones se probaron infructuosas, los tutores consideraron correcto mediar, y temiendo que su mente estuviera volviéndose alienada, pensaron que era buena idea comenzar de nuevo con el fideicomiso que había sido antes impuesto sobre ellos por los padres de Aubrey.

Deseosos de ahorrarle los perjuicios y sufrimientos con los que diariamente se había encontrado en sus vagabundeos, y de evitarle la exposición a la vista general de aquellas trazas de lo que ellos consideraban insania, contrataron un facultativo para que residiera en la casa y tomara constante cuidado de él. Él apenas parecía notarlo, tan completamente estaba su mente absorbida por una terrible cuestión. Su incoherencia se hizo al fin tan grande, que fue confinado a una alcoba. Allí a menudo yacía durante días, incapaz de animarse. Estaba demacrado, sus ojos habían adquirido un lustre vidrioso. El único signo de afecto y recuerdo remanente se desplegaba con la entrada de su hermana; entonces a veces arrancaba, y tomando sus manos, con miradas que la afligían severamente, él deseaba que ella no estuviera en contacto con él.

—¡Oh, no estés en contacto con él… si tu amor por mí significa algo, no estés cerca de él!

Cuando, no obstante, ella inquiría a quién se refería, su única respuesta era: “¡Cierto! ¡Cierto!” y otra vez se hundía en su estado, de donde ni siquiera ella podía despabilarlo. Esto duró muchos meses. Gradualmente, sin embargo, mientras el año iba pasando, sus incoherencias se tornaron menos frecuentes, y su mente se quitó de encima una porción de su lobreguez, mientras sus tutores observaban que varias veces al día él contaba con sus dedos un número definido, y luego sonreía.

El tiempo había casi transcurrido, cuando, sobre el último día del año, uno de sus tutores, entrando a su habitación, comenzó a conversar con su médico sobre la melancólica circunstancia de que Aubrey estuviera en tan horrible situación, cuando su hermana iba a casarse al día siguiente. Instantáneamente atrajo la atención de Aubrey; preguntó ansiosamente con quién. Gustoso de esta señal de restitución del intelecto, del cual ellos temían que había estado privado, mencionaron el nombre del Conde de Marsden. Pensando que éste era un joven conde con quien se había cruzado en sociedad, Aubrey parecía complacido, y los asombró todavía más al expresar su intención de estar presente en las nupcias, y desear ver a su hermana. Le contestaron que no, pero en pocos minutos su hermana estaba con él. Aparentemente era capaz otra vez de ser afectado por la influencia de su adorable sonrisa, ya que la oprimió contra su pecho, y besó su mejilla, mojada de lágrimas, fluyendo con el pensamiento de que su hermano estuviera una vez más vivo a los sentimientos del afecto. Él comenzó a hablar con toda su acostumbrada calidez, y a felicitarla por su matrimonio con una persona tan distinguida por su condición y sus talentos, cuando súbitamente percibió un guardapelo sobre su pecho. Abriéndolo, cuál no fue su sorpresa al contemplar los rasgos del monstruo que tanto había influido en su vida. Aferró el retrato en un paroxismo de rabia, y lo pisoteó. Al preguntarle ella por qué destruía así el retrato de su futuro esposo, él miró como si no la comprendiera… luego asiendo sus manos, y mirándola con una frenética expresión en su semblante, le rogó que jurara que nunca se casaría con este monstruo, ya que él… Pero no podía seguir adelante… parecía como si esa voz de nuevo le ordenara recordar su juramento. Se volvió repentinamente, pensando que Lord Ruthven estaba cerca de él pero no vio a nadie. Mientras tanto los tutores y el médico, que habían oído todo, y pensaron que esto no era más que un retorno a su enfermedad, entraron, y forzándolo a separarse de la señorita Aubrey, solicitaron que ella lo dejara. Él cayó sobre sus rodillas frente a ellos, imploró, les rogó que retrasaran nada más que un día. Ellos, atribuyendo esto a la locura que imaginaron había tomado posesión de su mente, se empeñaron en aplacarlo, y se retiraron.

Lord Ruthven había hecho una visita la mañana siguiente a la reunión social, y había sido rechazado como cualquier otro. Cuando se enteró de la mala salud de Aubrey, fácilmente comprendió que él era la causa de eso, pero cuando se enteró de que fue considerado insano, su exultación y placer apenas podían ser disimulados a quienes le habían dado esta información. Rápidamente compareció en la casa de su antiguo compañero, y por medio de constante concurrencia, y el fingimiento de gran afecto por el hermano e interés en su destino, gradualmente ganó el cariño de la señorita Aubrey. ¿Quién podría resistir su poder? Su elocuencia contaba de peligros y duras faenas; podía hablar de sí mismo como de un individuo que no tenía ninguna simpatía con ningún ser en el poblado mundo, fuera de aquélla a quien él se dirigía; podía decir cómo, desde que la conociera, su existencia había comenzado a parecer digna de conservación, si fuera simplemente que él pudiera escuchar el sosegador tono de la joven. En fin, él sabía tan bien cómo utilizar el arte de la serpiente, o tal fue la voluntad del destino, que logró su afecto. El título de la rama más antigua, correspondiéndole por fin, le permitió obtener una importante embajada, que sirvió como excusa para apresurar el matrimonio (a pesar del estado desquiciado de su hermano), que estaba por tener lugar el mismo día antes de la partida para el continente.

Aubrey, cuando el médico y los tutores lo dejaron, intentó sobornar a los sirvientes, pero en vano. Pidió pluma y papel; se lo dieron; escribió una carta a su hermana, requiriéndole, dado que ella valoraba su propia felicidad, su propio honor, y el honor de aquéllos ahora en la tumba, quienes alguna vez la sostuvieron en sus brazos como su esperanza y la esperanza de su casa, demorar no más que unas pocas horas ese matrimonio, sobre el que él denunciaba las más enérgicas maldiciones. Los sirvientes prometieron que la entregarían, pero dándosela al médico, éste pensó que sería mejor no acosar más la mente de la señorita Aubrey por lo que él consideraba los desvaríos de un maníaco. La noche pasó sin descanso para los ocupados residentes de la casa, y Aubrey escuchó, con un horror que posiblemente pueda ser más fácilmente imaginado que descripto, las señales de ajetreados preparativos. La mañana llegó, y el ruido de carruajes rompió en sus oídos. Aubrey se puso casi frenético. La curiosidad de los sirvientes al fin sobrepasó su vigilancia, y gradualmente se escabulleron, dejándolo bajo la custodia de una indefensa anciana. Él aprovechó la oportunidad; con un salto estuvo afuera de la habitación, y en un momento se halló en el aposento donde todo estaba casi montado. Lord Ruthven fue el primero en notarlo: se le acercó inmediatamente, y tomándolo del brazo por la fuerza, lo sacó apresuradamente de la habitación, mudo de rabia. Ya en la escalera, Lord Ruthven susurró en su oído:

—Recuerda tu juramento, y sábelo, si no es mi desposada hoy, tu hermana será deshonrada. ¡Las mujeres son frágiles!

Diciendo esto, lo empujó hacia sus asistentes, quienes, alertados por la anciana, habían venido en su búsqueda. Aubrey ya no podía sostenerse; no encontrando su furia una válvula de escape, había roto un vaso sanguíneo, y fue llevado a la cama. Esto no fue mencionado a su hermana, que no estaba presente cuando él entró, ya que el médico estaba temeroso de inquietarla. La boda fue solemnizada, y los novios partieron de Londres.

La debilidad de Aubrey se incrementó; la efusión de sangre produjo síntomas de una muerte cercana. Deseó que se llamara a los tutores de su hermana, y cuando habían dado la medianoche, relató sosegadamente lo que el lector ha leído con atención… murió inmediatamente después.

Los tutores se apresuraron a proteger a la señorita Aubrey, pero cuando llegaron, era demasiado tarde. Lord Ruthven había desaparecido, y la hermana de Aubrey había saciado la sed de un vampiro.

EL DEMONIO DE LA PERVERSIDAD

EL DEMONIO DE LA PERVERSIDAD



Edgar Allan Poe

En la consideración de las facultades e impulsos de los prima mobilia del alma humana los frenólogos han olvidado una tendencia que, aunque evidentemente existe como un sentimiento radical, primitivo, irreductible, los moralistas que los precedieron también habían pasado por alto. Con la perfecta arrogancia de la razón, todos la hemos pasado por alto. Hemos permitido que su existencia escapara a nuestro conocimiento tan sólo por falta de creencia, de fe, sea fe en la Revelación o fe en la Cábala. Nunca se nos ha ocurrido pensar en ella, simplemente por su gratuidad. No creímos que esa tendencia tuviera necesidad de un impulso. No podíamos percibir su necesidad. No podíamos entender, es decir, aunque la noción de este primum mobile se hubiese introducido por sí misma, no podíamos entender de qué modo era capaz de actuar para mover las cosas humanas, ya temporales, ya eternas. No es posible negar que la frenología, y en gran medida toda la metafísica, han sido elaboradas a priori. El metafísico y el lógico, más que el hombre que piensa o el que observa, se ponen a imaginar designios de Dios, a dictarle propósitos. Habiendo sondeado de esta manera, a gusto, las intenciones de Jehová, construyen sobre estas intenciones sus innumerables sistemas mentales. En materia de frenología, por ejemplo, hemos determinado, primero (por lo demás era bastante natural hacerlo), que, entre los designios de la Divinidad se contaba el de que el hombre comiera. Asignamos, pues, a éste un órgano de la alimentividad para alimentarse, y este órgano es el acicate con el cual la Deidad fuerza al hombre, quieras que no, a comer. En segundo lugar, habiendo decidido que la voluntad de Dios quiere que el hombre propague la especie, descubrimos inmediatamente un órgano de la amatividad. Y lo mismo hicimos con la combatividad, la ídealidad, la casualidad, la constructividad, en una palabra, con todos los órganos que representaran una tendencia, un sentimiento moral o una facultad del puro intelecto. Y en este ordenamiento de los principios de la acción humana, los spurzheimistas, con razón o sin ella, en parte o en su totalidad, no han hecho sino seguir en principio los pasos de sus predecesores, deduciendo y estableciendo cada cosa a partir del destino preconcebido del hombre y tomando como fundamento los propósitos de su Creador.

Hubiera sido más prudente, hubiera sido más seguro fundar nuestra clasificación (puesto que debemos hacerla) en lo que el hombre habitual u ocasionalmente hace, y en lo que siempre hace ocasionalmente, en cambio de fundarla en la hipótesis de lo que Dios pretende obligarle a hacer: Si no podemos comprender a Dios en sus obras visibles, ¿cómo lo comprenderíamos en los inconcebibles pensamientos que dan vida a sus obras? Si no podemos entenderlo en sus criaturas objetivas, ¿cómo hemos de comprenderlo en sus tendencias esenciales y en las fases de la creación?

La inducción a posteriori hubiera llevado a la frenología a admitir, como principio innato y primitivo de la acción humana, algo paradójico que podemos llamar perversidad a falta de un término más característico. En el sentido que le doy es, en realidad, un móvil sin motivo, un motivo no motivado. Bajo sus incitaciones actuamos sin objeto comprensible, o, si esto se considera una contradicción en los términos, podemos llegar a modificar la proposición y decir que bajo sus incitaciones actuamos por la razón de que no deberíamos actuar. En teoría ninguna razón puede ser más irrazonable; pero, de hecho, no hay ninguna más fuerte. Para ciertos espíritus, en ciertas condiciones llega a ser absolutamente irresistible. Tan seguro como que respiro sé que en la seguridad de la equivocación o el error de una acción cualquiera reside con frecuencia la fuerza irresistible, la única que nos impele a su prosecución. Esta invencible tendencia a hacer el mal por el mal mismo no admitirá análisis o resolución en ulteriores elementos. Es un impulso radical, primitivo, elemental. Se dirá, lo sé, que cuando persistimos en nuestros actos porque sabemos que no deberíamos hacerlo, nuestra conducta no es sino una modificación de la que comúnmente provoca la combatividad de la frenología. Pero una mirada mostrará la falacia de esta idea. La combatividad, a la cual se refiere la frenología, tiene por esencia la necesidad de autodefensa. Es nuestra salvaguardia contra todo daño. Su principio concierne a nuestro bienestar, y así el deseo de estar bien es excitado al mismo tiempo que su desarrollo. Se sigue que el deseo de estar bien debe ser excitado al mismo tiempo por algún principio que será una simple modificación de la combatividad, pero en el caso de esto que llamamos perversidad el deseo de estar bien no sólo no se manifiesta, sino que existe un sentimiento fuertemente antagónico.

Si se apela al propio corazón, se hallará, después de todo, la mejor réplica a la sofistería que acaba de señalarse. Nadie que consulte con sinceridad su alma y la someta a todas las preguntas estará dispuesto a negar que esa tendencia es absolutamente radical. No es más incomprensible que característica. No hay hombre viviente a quien en algún período no lo haya atormentado, por ejemplo, un vehemente deseo de torturar a su interlocutor con circunloquios. El que habla advierte el desagrado que causa; tiene toda la intención de agradar; por lo demás, es breve, preciso y claro; el lenguaje más lacónico y más luminoso lucha por brotar de su boca; sólo con dificultad refrena su curso; teme y lamenta la cólera de aquel a quien se dirige; sin embargo, se le ocurre la idea de que puede engendrar esa cólera con ciertos incisos y ciertos paréntesis. Este solo pensamiento es suficiente. El impulso crece hasta el deseo, el deseo hasta el anhelo, el anhelo hasta un ansia incontrolable y el ansia (con gran pesar y mortificación del que habla y desafiando todas las consecuencias) es consentida.

Tenemos ante nosotros una tarea que debe ser cumplida velozmente. Sabemos que la demora será ruinosa. La crisis más importante de nuestra vida exige, a grandes voces, energía y acción inmediatas. Ardemos, nos consumimos de ansiedad por comenzar la tarea, y en la anticipación de su magnifico resultado nuestra alma se enardece. Debe tiene que ser emprendida hoy y, sin embargo, la dejamos para mañana; ¿y por qué? No hay respuesta, salvo que sentimos esa actitud perversa, usando la palabra sin comprensión del principio. El día siguiente llega, y con él una ansiedad más impaciente por cumplir con nuestro deber, pero con este verdadero aumento de ansiedad llega también un indecible anhelo de postergación realmente espantosa por lo insondable. Este anhelo cobra fuerzas a medida que pasa el tiempo. La última hora para la acción está al alcance de nuestra mano. Nos estremece la violencia del conflicto interior, de lo definido con lo indefinido, de la sustancia con la sombra. Pero si la contienda ha llegado tan lejos, la sombra es la que vence, luchamos en vano. Suena la hora y doblan a muerto por nuestra felicidad. Al mismo tiempo es el canto del gallo para el fantasma que nos había atemorizado. Vuela, desaparece, somos libres. La antigua energía retorna. Trabajaremos ahora. ¡Ay, es demasiado tarde!

Estamos al borde de un precipicio. Miramos el abismo, sentimos malestar y vértigo. Nuestro primer impulso es retroceder ante el peligro. Inexplicablemente, nos quedamos. En lenta graduación, nuestro malestar y nuestro vértigo se confunden en una nube de sentimientos inefables. Por grados aún más imperceptibles esta nube cobra forma, como el vapor de la botella de donde surgió el genio en Las mil y una noches. Pero en esa nube nuestra al borde del precipicio, adquiere consistencia una forma mucho más terrible que cualquier genio o demonio de leyenda, y, sin embargo, es sólo un pensamiento, aunque temible, de esos que hielan hasta la médula de los huesos con la feroz delicia de su horror. Es simplemente la idea de lo que serían nuestras sensaciones durante la veloz caída desde semejante altura. Y esta caída, esta fulminante aniquilación, por la simple razón de que implica la más espantosa y la más abominable entre las más espantosas y abominables imágenes de la muerte y el sufrimiento que jamás se hayan presentado a nuestra imaginación, por esta simple razón la deseamos con más fuerza. Y porque nuestra razón nos aparta violentamente del abismo, por eso nos acercamos a él con más ímpetu. No hay en la naturaleza pasión de una impaciencia tan demoníaca como la del que, estremecido al borde de un precipicio, piensa arrojarse en él. Aceptar por un instante cualquier atisbo de pensamiento significa la perdición inevitable, pues la reflexión no hace sino apremiarnos para que no lo hagamos, y justamente por eso, digo, no podemos hacerlo. Si no hay allí un brazo amigo que nos detenga, o si fallamos en el súbito esfuerzo de echarnos atrás, nos arrojamos, nos destruimos.

Examinemos estas acciones y otras similares: encontraremos que resultan sólo del espíritu de perversidad. Las perpetramos simplemente porque sentimos que no deberíamos hacerlo. Más acá o más allá de esto no hay principio inteligible; y podríamos en verdad considerar su perversidad como una instigación directa del demonio sí no supiéramos que a veces actúa en fomento del bien.

He hablado tanto que en cierta medida puedo responder a vuestra pregunta, puedo explicaros por qué estoy aquí, puedo mostraros algo que tendrá, por lo menos, una débil apariencia de justificación de estos grillos y esta celda de condenado que ocupo. Si no hubiera sido tan prolijo, o no me hubiérais comprendido, o, como la chusma, me hubiérais considerado loco. Ahora advertiréis fácilmente que soy una de las innumerables víctimas del demonio de la perversidad.

Es imposible que acción alguna haya sido preparada con más perfecta deliberación. Semanas, meses enteros medité en los medios del asesinato. Rechacé mil planes porque su realización implicaba una chance de ser descubierto. Por fin, leyendo algunas memorias francesas, encontré el relato de una enfermedad casi fatal sobrevenida a madame Pilau por obra de una vela accidentalmente envenenada. La idea impresionó de inmediato mi imaginación. Sabía que mi víctima tenía la costumbre de leer en la cama. Sabía también que su habitación era pequeña y mal ventilada. Pero no necesito fatigaros con detalles impertinentes. No necesito describir los fáciles artificios mediante los cuales sustituí, en el candelero de su dormitorio, la vela que allí encontré por otra de mi fabricación. A la mañana siguiente lo hallaron muerto en su lecho, y el veredicto del coroner fue: «Muerto por la voluntad de Dios.»

Heredé su fortuna y todo anduvo bien durante varios años. Ni una sola vez cruzó por mi cerebro la idea de ser descubierto. Yo mismo hice desaparecer los restos de la bujía fatal. No dejé huella de una pista por la cual fuera posible acusarme o siquiera hacerme sospechoso del crimen. Es inconcebible el magnífico sentimiento de satisfacción que nacía en mi pecho cuando reflexionaba en mi absoluta seguridad. Durante un período muy largo me acostumbré a deleitarme en este sentimiento. Me proporcionaba un placer más real que las ventajas simplemente materiales derivadas de mi crimen. Pero le sucedió, por fin, una época en que el sentimiento agradable llegó, en gradación casi imperceptible, a convertirse en una idea obsesiva, torturante. Torturante por lo obsesiva. Apenas podía librarme de ella por momentos. Es harto común que nos fastidie el oído, o más bien la memoria, el machacón estribillo de una canción vulgar o algunos compases triviales de una ópera. El martirio no sería menor si la canción en sí misma fuera buena o el cría de ópera meritoria. Así es como, al fin, me descubría permanentemente pensando en mi seguridad y repitiendo en voz baja la frase: «Estoy a salvo».

Un día, mientras vagabundeaba por las calles, me sorprendí en el momento de murmurar, casi en voz alta, las palabras acostumbradas. En un acceso de petulancia les di esta nueva forma: «Estoy a salvo, estoy a salvo si no soy lo bastante tonto para confesar abiertamente.»

No bien pronuncié estas palabras, sentí que un frío de hielo penetraba hasta mi corazón. Tenía ya alguna experiencia de estos accesos de perversidad (cuya naturaleza he explicado no sin cierto esfuerzo) y recordaba que en ningún caso había resistido con éxito sus embates. Y ahora, la casual insinuación de que podía ser lo bastante tonto para confesar el asesinato del cual era culpable se enfrentaba conmigo como la verdadera sombra de mi asesinado y me llamaba a la muerte.

Al principio hice un esfuerzo para sacudir esta pesadilla de mi alma. Caminé vigorosamente, más rápido, cada vez más rápido, para terminar corriendo. Sentía un deseo enloquecedor de gritar con todas mis fuerzas. Cada ola sucesiva de mi pensamiento me abrumaba de terror, pues, ay, yo sabía bien, demasiado bien que pensar, en mi situación, era estar perdido. Aceleré aún más el paso. Salté como un loco por las calles atestadas. Al fin, el populacho se alarmó y me persiguió. Sentí entonces la consumación de mi destino. Si hubiera podido arrancarme la lengua lo habría hecho, pero una voz ruda resonó en mis oídos, una mano más ruda me aferró por el hombro. Me volví, abrí la boca para respirar. Por un momento experimenté todas las angustias del ahogo: estaba ciego, sordo, aturdido; y entonces algún demonio invisible —pensé— me golpeó con su ancha palma en la espalda. El secreto, largo tiempo prisionero, irrumpió de mi alma.

Dicen que hablé con una articulación clara, pero con marcado énfasis y apasionada prisa, como si temiera una interrupción antes de concluir las breves pero densas frases que me entregaban al verdugo y al infierno.

Después de relatar todo lo necesario para la plena acusación judicial, caí por tierra desmayado.

Pero, ¿para qué diré más? ¡Hoy tengo estas cadenas y estoy aquí! ¡Mañana estaré libre! Pero, ¿dónde?



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